1. Al calor del sol


    Fecha: 31/07/2019, Categorías: Hetero Autor: Safo_Nita, Fuente: CuentoRelatos

    Lagloria es para los audaces. Lo leí hace mucho en un libro, no recuerdo cuál. La sentencia, por lo que la experiencia me demostró, es cierta, aunque con matices. Falta añadirle otra que la complementa y que contiene tanta sabiduría como la primera. Pero antes, prefiero contar una historia personal que resultará muy ilustrativa. (Ocurrió el verano pasado)
    
    Elverano pasado, aprovechando una tarde de lunes que tenía libre, me fui a una playa lejana que forma parte de una reserva natural. Tiene forma de media luna, y se extiende unos tres kilómetros frente al mar abierto. Por detrás hay una planicie de pastizales arenosos. Sólo se puede acceder por el sur, donde está el aparcadero. El extremo más apartado, hacia el norte, está reservado para el nudismo. Es mi playa favorita: por su arena blanca, por su brisa continua, por sus aguas limpias, y por las bellezas que exhiben sus encantos.
    
    Llegué temprano, sobre las cuatro. En el primer tramo había bastantes familias. Pero antes de llegar a la mitad, la playa estaba prácticamente desierta. Apenas había alguna sombrilla instalada, o algún solitario tirado al sol como los lagartos. Por la orilla, en cambio, se veía gente caminando. Unos iban y otros venían. Yo caminaba por el medio del arenal, dejando unos cien metros a cada lado. La playa descendía suavemente hacia el mar.
    
    Seguí adelante, con mi bolso al hombro, hasta la zona nudista. Un letrero lo indicaba, para prevenir a las señoras (y señores) incautos y pudorosos. Me ...
    ... topé con la primera aglomeración, la mayoría gente mayor, sola o en parejas. Tampoco eran tantos, no más de cincuenta; lo habitual entre semana. Los siguientes estaban cada vez más dispersos.
    
    Sudaba y notaba las piernas fatigadas. Pero continué con la dura travesía hasta que encontré lo que ansiaba: una mujer joven, con un buen cuerpo, y aparentemente sola. Estaba totalmente desnuda, tumbada boca abajo. Tenía una pequeña sombrilla azul a un lado y un bolso de tela. Evalué sus nalgas, no muy voluminosas, pero bien marcadas. Los huesos de la cadera sugerían una pelvis ancha, espaciosa.
    
    Con todo el arrojo (y la desvergüenza) que fui capaz de reunir, me instalé cerca de ella: diez metros más abajo, y dos metros a la derecha. Ponerme justo debajo, en la misma línea, o más cerca, hubiera resultado demasiado descarado; la habría espantado. Así respetaba su espacio vital, pero la obligaba a no ignorar mi presencia.
    
    Estiré mi toalla y dejé el bolso al lado. Me quité la camiseta y el pantalón corto (no llevaba calzón, ¿para qué?). Me di un poco de crema, sin prisas, y luego me eché boca abajo, mirando hacia ella. Tenía las piernas algo separadas y podía intuir el bulto carnoso de su entrepierna: unos pliegues oscuros, nada más. Las piernas eran largas, con muslos delgados.
    
    En cuanto ella se movió, escondí la cabeza bajo el brazo. Creí oír un chasquido, quizá de fastidio. Ese era el momento crítico. Si se marchaba indignada, tendría que esperar una media hora antes de buscar ...
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